El Mito
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Mensaje por pantuflo Sáb Feb 27, 2010 7:34 pm

Hace muchos años, en tiempos atroces e incorrectos, alguien dijo que
"desde que se inventó la máquina de cortar jamón y el bidé, ni el jamón
sabe a jamón ni... lo demás sabe como debe de saber". A la constatación
de esa decadencia podemos añadir ahora que, desde que se inventaron las
redes sociales de Internet, tampoco los etarras responden ya a la
siniestra dignidad de su función. Los últimos detenidos estaban por lo
visto más interesados en alardear, propagar su imagen con camisetas
infamantes y hacerse amiguetes a través de la red que en exterminar a
sus conciudadanos hasta lograr la liberación de Euskadi. Un auténtico
escándalo, ya no puede uno fiarse ni de ETA

En la fase terminal de ETA, las tropas jóvenes de la banda se han convertido en una cuadrilla de 'hooligans'

Los nuevos etarras aspiran a competir con las genialidades de John Cobra


Puestas así las cosas, nada tiene de raro que la llamada izquierda abertzale,
ese pintoresco oxímoron, ande buscando algún nicho político legal que
le permita en próximos comicios volver a la respetabilidad y a las
subvenciones. ETA y sus malos modos son una carga explosiva de la que
deben desprenderse (con cuidado, porque es inestable y puede estallar
de repente dándoles un disgusto) de modo semejante a esos escaladores
que, sorprendidos por una tormenta a medio camino de la cima, abandonan
mochilas y otros impedimentos para regresar cuanto antes al campamento
base donde espera el caldito caliente y la Cruz Roja.Mientras
van descendiendo con las debidas precauciones, nada impide reflexionar
un poco sobre ciertas desdichas de nuestra época. Para empezar, la
constatación de que la mayor parte de las tropas etarras está formada
por chavales, que -sin saberlo- tienen más ilusiones y caprichos en
común con sus coetáneos que con los torvos ideólogos que les han
convertido en carne de sus cañones. Son chicos y chicas que han nacido
y crecido en una democracia, gozando de todo tipo de libertades que ni
conocen ni aprecian, porque nadie se ha molestado en explicárselas. Su
rebelión produce horrores, pero no deja ya de ser trivial porque ha
perdido hasta los últimos atisbos de justificación que pudo brindarles
la pasada dictadura que no conocen ni de oídas. La desproporción
flagrante entre los objetivos borrosos y absurdos que les han inculcado
y los métodos criminales que les recomiendan sus capataces acaba por
desembocar en una grotesca mascarada. Como falta el mínimo sustento
ideológico para que sean revolucionarios, se han convertido
espontáneamente en hooligans. De ahora en adelante, cada vez
más fehacientemente, ya no son más que las víctimas de quienes
perversamente les han educado para verdugos.En esta fase
terminal -que desde luego sigue siendo irrefutablemente peligrosa para
tantos, ay- los menos arriscados o más oportunistas buscan una vía de
escape que siga prometiendo rentabilidad política a medio plazo. Re-cientes declaraciones de varios dirigentes abertzales
apuntan con vacilaciones y cautelas en esa dirección. Pero todavía
guardan el resabio del mal que han propagado durante tantos años. Por
ejemplo, en su entrevista a Berria, el acrisolado comisario
Rufino Etxeberria habla ahora de un horizonte sin presencia de
violencia, mencionando explícitamente la de ETA, pero añadiendo que
tampoco debe estar presente la del Estado. O sea, ni para ti ni para
mí, ni terrorismo ni Estado de derecho, que tan culpables son los que
ponen las bombas como los artificieros que con riesgo de su vida las
desactivan.Y ahí está realmente el problema, no en la condena
más o menos explícita -que puede ser meramente formal- de la violencia
terrorista. Soy de los que, con la debida repugnancia del caso, aceptan
que puede darse al enemigo puente de plata. Pero, eso sí, dejando claro
que ese puente debe llevar inequívocamente al triunfo del Estado
democrático -monopolio de la violencia legítima incluido- que hemos
defendido con tanto sufrimiento y esfuerzo contra quienes lo
desafiaron, no a un limbo institucional configurable a gusto de los
ahora interesadamente arrepentidos.Lo que principalmente cuenta,
sin embargo, es no dejar que se desdibuje el perfil simbólico de cuanto
pretendemos afirmar. Vamos, bien está que los etarras se pasen a
Facebook o aspiren a competir con las genialidades populares de John
Cobra, pero será bueno que no todos descendamos al mismo nivel. De la
tristísima ocasión del asesinato de Fernando Buesa, del que ahora se
cumple una década, guardo dos recuerdos señalados. El primero,
naturalmente, es aquella inicial manifestación donostiarra de Basta Ya,
bajo un incesante aguacero, que fue el último acto político al que
asistió nuestro vicelehendakari, cuarenta y ocho horas antes
del crimen. ¡Por fin una demostración de repudio explícito a ETA y no
una condena puntual o abstracta de la violencia! Aunque hoy en día
parezca imposible, entonces era una auténtica novedad que no todos los
socialistas apoyaron desde el principio con tanta determinación como
Buesa.La segunda se refiere al velatorio en el Parlamento de
Vitoria, antes de los indignos desplantes de Arzalluz y de la
manifestación en que los nacionalistas mostraron su peor rostro, quiero
suponer que no el único y verdadero. El féretro estaba cubierto con la ikurriña
y las enseñas de Álava y del Partido Socialista. Nada más. Y nadie
pareció advertir nada extraño hasta que un viejo sindicalista, al
desfilar frente al túmulo, comentó respetuosamente aunque en voz alta:
"No sobra ninguna, pero falta una". En efecto, faltaba la bandera
constitucional española, aquella precisamente -por encima de cualquier
otra- que representaba Fernando Buesa ante quienes lo mataron. Ese
"olvido", por llamarlo con un eufemismo, era un síntoma de un complejo
indecente que finalmente legitimaba a los asesinos con el pretexto de
evitar "provocaciones". Conviene no seguir olvidándolo tampoco hoy,
cuando tantas cosas felizmente han cambiado, pero la Diputación
guipuzcoana aún pretende rebelarse contra la obligación de cumplir con
los compromisos constitucionales que le dan la única legitimidad de que
dispone.Porque, en efecto, los símbolos del Estado democrático,
es decir, la bandera, el himno, los reyes, etcétera, no son una
sustancia sentimental para la mayoría de nosotros. Vivimos por y para
otras cosas, no obsesionados por proclamar congestiones patrioteras...
como por cierto hacen un día sí y otro también los nacionalistas de
cualquier cuño. Pero cuando hay algunos enemigos de nuestra convivencia
democrática que se toman muy en serio esos símbolos para denostarlos y
ultrajarlos, es preciso que los demás nos los tomemos también
serenamente en serio para defenderlos. Resulta ridículo y entristecedor
que haya cien merluzos en los medios de comunicación progresistas para
condenar el gesto enrabietado de Aznar, la dichosa "peineta", pero en
cambio para la pitada al himno y a los Reyes en un evento deportivo
todos sean disculpas o trivializaciones. Son minoría, no tiene
importancia... ejem, ejem. Ya sabemos que el separatismo irredento es
minoritario, pero por desgracia lo convierten en importante quienes no
lo refutan en la educación o quienes se apoyan en él para sus
cambalaches políticos. No vendrá mal hablar de estas cosas con un poco
más de fundamento, antes de que todos nos pasemos definitivamente a
YouTube o a lo que luego se ponga de moda.


Fernando Savater es escritor.
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